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En siete meses tendremos comicios federales y locales. Y desde ya, con el proceso electoral avanzando, comienzan a publicarse sondeos y estudios de opinión muestran un crecimiento notable respecto a otros años del porcentaje de indecisos o de aquellos que no expresan sus preferencias por los partidos o personajes que se perfilan para ser abanderados de las coaliciones a la presidencia de la República, la joya de la corona de las reñida justa electoral del 2018.

 

Este grupo amplio de indecisos o de recelosos con las encuestas expresan la desconfianza que ha ido creciendo como la espuma respecto a la política, sus actores más notables y las administraciones públicas de todos los niveles.


 

 

Ya la gente no les cree.

 

La falta de resultados, la inseguridad galopante que tiene a las familias con el Jesús en la boca, el quiebre de expectativas, la impunidad que se enseñorea, la feria de la corrupción a la que no se le ve fin ni castigo, el cinismo de los políticos, y todas los vicios, insuficiencias y trampas históricas del sistema de competencia electoral abonan al desaliento colectivo.

 

Se duda, y con razón, de que toda la parafernalia de las elecciones desemboque en un auténtico cambio de rumbo ante los graves problemas que enfrentamos. Quizá la única opción que muchos perciben capaz de ofrecer algo distinto, y por ello encabeza todas las encuestas, es el dirigente del partido Movimiento de Regeneración Nacional, Andrés Manuel López Obrador. Por eso los poderes fácticos, el gobierno federal, el PRI, el PAN y sus acólitos y corifeos lo combaten sin tregua.

 

La pregunta nodal es si esa desconfianza ciudadana es hacia nuestra incipiente democracia o la distancia crítica tiene que ver más bien con la pésima imagen que tienen en el imaginario colectivo los partidos políticos, sus candidatos y la clase política en general. O dicho de otro modo, ¿creemos en las reglas del juego de la  democracia pero no en los jugadores? Si no se ha perdido la confianza en lo primero estamos del otro lado, porque lo segundo tiene remedio y éste estaría en utilizar nuestro voto para premiar o castigar a quienes no cumplen lo que ofrecen o en dar la oportunidad a nuevos actores y fuerzas emergentes.

 

Desde hace años es sabido que en cuanto estudio demoscópico se hace sobre percepciones ciudadanas respecto a cultura política y calidad de nuestra vida democrática, quienes se llevan la peor parte son los políticos –sea como autoridades o legisladores- y, desde luego, los partidos que los postulan.

 

Esta percepción de la gente es explicable porque es cada vez más ostensible que las organizaciones políticas transitan en sentido contrario a los intereses reales de los ciudadanos, que sus preocupaciones se orientan a asegurar cuotas de poder y el cuidado de intereses de camarilla en sus sucesivas participaciones electorales, mientras que una vez que pasan los comicios, que se instalan gobiernos o congresos, la gente no aprecia una mejoría palpable en su vida cotidiana, es decir, que persisten la pobreza, la inseguridad, la desigualdad, la corrupción e impunidad y, desde luego, las recurrentes crisis económicas. La ciudadanía concluye entonces que elección tras elección es engañada y esto, obviamente, erosiona la confianza de la población en la democracia y en las principales instituciones.

 

Las dificultades económicas, con sus secuelas de pobreza y marginación, y ahora la exhibición palmaria de corrupción, impunidad y abuso de poder en el ejercicio gubernamental a nivel nacional y en los estados de la república, hacen aumentar ante la ciudadanía los cuestionamientos a que se somete a la democracia y llevan a muchas personas –no sin razón- a preguntarse si vale la pena participar electoralmente. El hartazgo ciudadano ante las corruptelas, cinismo, ineptitudes y rapacidad de la clase política hacen que muchos ciudadanos decidan quedarse en casa el día de la jornada electoral o anular el voto para rechazar de esa manera a todo el aparato electoral y sus actores. 

 

El desencanto de la gente respecto a los políticos es mayúsculo y llama la atención el desinterés de amplias capas de la población por involucrarse en el tema. Se escucha con frecuencia que no se sabe a cuál de los partidos o candidatos irle, porque al final “todos son iguales”.

 

Con todo, es previsible que ese estado de ánimo de apatía por la cosa pública comience a entrar en un estado de efervescencia conforme transcurra el proceso electoral y se echen a andar las campañas políticas. Ojalá así suceda. Porque solo la sociedad movilizada puede transformar el estado de cosas, los políticos tradicionales son refractarios al cambio y solo reaccionan bajo presión.

 

Las instituciones y el andamiaje legal en que se sustenta nuestra forma de gobierno no son propiedad de unos cuantos sino que son patrimonio de los ciudadanos, y lo que debe hacerse es participar, sufragar y exigir a los gobernantes que cumplan y rindan cuentas. Ese es el único camino para fortalecer y rescatar la institucionalidad democrática que tanto ha costado construir.

 

Hay que demostrar a los habitantes de ese mundo de saqueos, impunidad, despilfarro y complicidades en que han convertido la función pública -la partidocracia, los gobernantes corruptos, los legisladores venales y los servidores públicos que solo se sirven a sí mismos-, que la sociedad puede echarlos del poder.

 

La política es una cosa tan seria que no se puede dejar, por conformismo o agotamiento, solo en las manos de los depredadores de siempre.

 

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