
Tezonapa, Ver.— Una tarde espesa, de esas en que el calor y la rabia se mezclan como vapor en las calles estrechas del trópico veracruzano. En Tezonapa, esa localidad sembrada entre cañales y cafetales, los pobladores ya no quisieron más. Y el pueblo, como diría el clásico, cuando se cansa no pide permiso.
A la vista de todos, frente a la Delegación de Tránsito y Vialidad Municipal, ardieron dos patrullas y dos vehículos particulares —dicen que del delegado y su jefe de servicios—, y con ellos se consumió algo más que hojalata: se quemó la paciencia, la resignación, la fe en la autoridad.
En el polvo de la calle y bajo el ojo curioso de los celulares, dos agentes de tránsito fueron desarmados, golpeados, despojados de sus uniformes y atados como símbolo del hartazgo popular. No era un motín cualquiera, era una escena que hablaba de semanas, meses —quizá años— de denuncias ignoradas, de abusos repetidos, de una autoridad que parecía no escuchar, solo cobrar.
Testimonios brotaban como agua de manantial: que si los paraban sin motivo, que si pedían mordidas, que si se burlaban del pobre y del campesino. Aquella jornada no tuvo líderes ni oradores. Fue el rumor del coraje el que movió a decenas. Fue la gota última en el vaso.
Y el fuego —viejo lenguaje de la protesta— lo dijo todo.
Las llamas alcanzaron también dos motocicletas. La manifestación no fue planeada; fue espontánea, visceral, un grito en llamas contra el abuso cotidiano. A su modo, los habitantes de Tezonapa escribieron en fuego lo que en denuncias nadie les quiso leer.
Activado el “código rojo”, llegaron como al rescate —aunque tarde— tropas de la Secretaría de Seguridad Pública, del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional. Uniformes, cascos, rifles. Llegaron con protocolo y con prisa, pero ya era tarde: el mensaje estaba dado.
Hasta el anochecer, el Ayuntamiento no dijo palabra. Ni sobre los hechos ni sobre los agentes amarrados. Silencio oficial ante una historia que se contaba sola, que ardía sola, que lloraba sola.
Así, Tezonapa se convirtió en un espejo incómodo del país: donde la justicia no llega, el pueblo la inventa. Y donde el poder abusa, el pueblo responde —a su modo, con furia, con fuego, con dignidad dolida.