La escena es sintomática: mientras en la capital se felicitan por los avances de una estrategia que “ya no es de abrazos”, en Apatzingán se entierran agricultores. Bernardo Bravo cayó por defender a los suyos. En su región, los cárteles fijan precios, rutas y cuotas; la extorsión se volvió el impuesto real del campo. Su asesinato es una radiografía del país, donde la impunidad tiene nuevos nombres y la indiferencia nuevas palabras.
Años atrás, su padre, también líder agrícola, fue asesinado por el mismo motivo, resistirse a las extorsiones. En septiembre de 2024 fue asesinado José Luis Aguiñaga, empresario limonero de Buenavista; en enero de este año, Ramón Paz murió al estallar un artefacto bajo su vehículo. Una tragedia que se repite, un campo atrapado entre la violencia criminal y la indiferencia del Estado.
El Senado tiene la obligación de fiscalizar y cuestionar el trabajo de seguridad pública. No es un acto de cortesía política, sino de control democrático. Por primera vez en años, la Secretaría de Seguridad está encabezada por un civil con experiencia operativa que abandonó el lema de los “abrazos, no balazos”. En su intervención, Omar García Harfuch reconoció con honestidad que el problema de seguridad “no está resuelto”. Ese reconocimiento merecía un debate profundo, no una coreografía de aplausos.
Resultó vergonzoso ver a senadores comportarse como público de mitin, aplaudiendo cada frase como focas entrenadas. La percepción ciudadana es mayoritariamente negativa, los homicidios se mantienen altos, las desapariciones crecen y la extorsión se expande. Sin embargo, los pocos cuestionamientos fueron superficiales. Los legisladores parecían más interesados en la foto y en su futuro político que en cumplir su función de contrapeso.
Nadie preguntó por el crecimiento de los desaparecidos, por la opacidad del Registro Nacional o por las más de 3,200 fosas clandestinas con miles de cuerpos sin identificar, tampoco exigieron una explicación sobre la crisis forense, cuyo rezago supera el 50%. No hubo cuestionamientos sobre las anomalías y la reclasificación de delitos que ha reducido artificialmente las cifras; ni sobre la falta de transparencia de Sedena y Marina en las acciones que realizan. Tampoco se le preguntó al secretario qué pasa con los más de treinta mil detenidos por delitos vinculados a la delincuencia organizada, ¿están procesados, sentenciados o de vuelta en las calles?
Los senadores tienen pereza de escuchar a las víctimas, de estudiar y de cuestionar. Han renunciado a ejercer su función de fiscalización. Entre aplausos y elogios, dejaron pasar la oportunidad de preguntar por qué, pese a los discursos, la violencia sigue gobernando amplias regiones del país.
Por eso, el contraste es insoportable. En el Senado hubo fotos y abrazos, incluso con quienes han sido señalados por corrupción y vínculos criminales, como Adán Augusto López; en Michoacán, funerales. Los legisladores celebran informes, mientras las comunidades celebran sobrevivir un día más. Esa distancia no solo es política, es inmoral.
El asesinato de Bernardo Bravo debió ser punto de partida para cuestionar las miles de extorsiones que se cometen en el país. Aunque haya detenidos, lo único que cambia es el nombre del criminal que cobra las cuotas.
Fiscalizar no debe ser un gesto de cortesía, es un deber constitucional. Sin embargo, el Senado lo degradó en ceremonia del silencio y mientras aplaude, el país se desangra.
Presidenta de Causa en Común
