
ESPECIAL
Guadalajara, Jal.- No hacía falta excavar para encontrar la muerte. Los huesos estaban ahí, a simple vista, entre la tierra removida y la ceniza negra de lo que alguna vez fue carne. Había, además, otros rastros. Montones de zapatillas abandonadas, cientos de zapatos polvorientos, huellas de quienes pasaron por allí y nunca salieron. Así lo encontraron las madres buscadoras cuando llegaron al Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, tras recibir una llamada anónima. Ya lo habían revisado antes las autoridades, pero no vieron nada. O no quisieron ver.
Las madres saben que donde hay zapatos sin dueño, hay desaparecidos. Que cada ceniza es un indicio, cada trozo de tela, una historia interrumpida. Desde el primer día, compartieron imágenes de su hallazgo: los crematorios clandestinos, los restos óseos, las pertenencias. Publicaron la foto de los tenis, una imagen devastadora que viajó por redes sociales como una denuncia muda. Cada zapato era una ausencia. Cada ausencia, un abismo.
No era la primera vez que alguien ponía un pie en ese sitio. La Fiscalía de Jalisco ya había estado ahí en septiembre de 2024. En ese momento, encontraron a dos personas secuestradas, arrestaron a diez presuntos plagiarios, hallaron un cadáver y restos óseos esparcidos. También armas, casquillos, evidencia de que el rancho servía como campo de entrenamiento para reclutas del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Pero no excavaron más. No buscaron más. No vieron lo que ahora ven las madres.
¿Cuántos pasaron por ahí? Imposible saberlo. Pero en los relatos de sobrevivientes se esboza una respuesta. Jóvenes como Luis, que alguna vez salieron de sus casas en busca de trabajo y terminaron en una pesadilla. Respondieron anuncios pegados en terminales de autobuses o publicados en redes sociales. Promesas de empleo que terminaban en secuestro. El rancho era una fábrica de sicarios y un campo de exterminio.
“Cuando llegamos nos pusieron a hacer ejercicio todo el día. Nos golpeaban si nos cansábamos”, contó Luis, uno de los pocos que escapó de un lugar similar en Tala, Jalisco. “Nos tenían clasificados: nuevos, seminuevos y viejos. A los nuevos nos daban la peor parte. Si alguien desobedecía, lo mataban.”
Las historias se repiten en distintos puntos del mapa. Tala, Teuchitlán, Ameca, Ahuisculco. Regiones donde el CJNG ha impuesto su dominio, donde las desapariciones son parte del paisaje. Desde hace años, documentos filtrados por el colectivo Guacamaya ya advertían que estas tierras estaban controladas por Gonzalo Mendoza Gaytán, alias “El Sapo”, un lugarteniente de Nemesio Oseguera, “El Mencho”. Nada es nuevo. Todo se sabe. Pero nada cambia.
En una conferencia de prensa, la presidenta Claudia Sheinbaum calificó el hallazgo de “terrible”. Dijo que se abrirá una investigación, que la Fiscalía General de la República podría atraer el caso. Pero las madres no esperan justicia. Llevan años escuchando esas promesas vacías. Llevan años desenterrando lo que el Estado deja bajo la alfombra.
En la fiscalía, cuando se les pregunta por qué no inspeccionaron a fondo el Rancho Izaguirre en septiembre, la respuesta es absurda, casi cínica: “Es que es un lugar muy grande”. Demasiado grande para buscar, demasiado grande para encontrar lo que a plena luz del día hallaron las madres.
Los zapatos siguen ahí, alineados, esperando. Algunos con los cordones aún amarrados, como si sus dueños estuvieran por regresar. Cada objeto tiene una historia. Cada prenda abandonada es un grito silenciado.
En un país donde los desaparecidos se cuentan por miles, los crematorios clandestinos no son sorpresa. La sorpresa, la rabia, el dolor, es que quienes deben investigar prefieren voltear la cara. Que una y otra vez sean las madres quienes caminen entre las cenizas, buscando respuestas donde el Estado solo ve polvo.