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ESPECIAL

BEIRUT, LÍBANO.– El humo aún flotaba en el aire cuando el sábado se confirmó la noticia: Hassan Nasrallah, el enigmático líder de Hezbollah, había caído. La precisión del ataque israelí no dejó margen para dudas; un golpe quirúrgico en el corazón de Dahiyeh, suburbio sureño de Beirut, bastó para acabar con una de las figuras más influyentes del Líbano y Oriente Medio. Así, el hombre que durante más de tres décadas había comandado al grupo político-militar se unió a la larga lista de mártires que han marcado la historia de la región.

La noticia corrió como pólvora. La conmoción se apoderó de las calles, que horas antes resonaban con disparos al aire en un gesto de luto y rabia. “¡Ojalá fueran nuestros hijos y no tú, Sayyid!”, exclamaba una madre con el rostro inundado en lágrimas mientras apretaba a su bebé contra su pecho. Nasrallah no era solo un líder, era un símbolo de resistencia para miles, y su ausencia abría un vacío que Hezbollah intentaría llenar con más violencia y promesas de venganza.


 

Desde su cuartel en Jerusalén, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, no tardó en pronunciarse. “No era un terrorista más. Era el terrorista número uno”, aseguró, con un tono que oscilaba entre la satisfacción y la advertencia. El asesinato selectivo de Nasrallah, dijo Netanyahu, era una condición esencial para garantizar la seguridad de Israel, pero también dejó claro que las represalias no se harían esperar. “No hay lugar en Irán ni en Oriente Medio que el largo brazo de Israel no pueda alcanzar”, advirtió, en un mensaje dirigido no solo a Hezbollah, sino a su principal patrocinador, Irán.

Los efectos inmediatos fueron devastadores. Seis edificios de apartamentos destruidos, seis muertos y 91 heridos, según cifras del Ministerio de Salud libanés. Entre los fallecidos, otros altos mandos de Hezbollah, incluido Ali Karki, comandante del Frente Sur del grupo. Israel, que no ha escatimado en ataques en las últimas semanas, parecía decidido a desmantelar la estructura de Hezbollah desde la cúpula.

La respuesta de Hezbollah no se hizo esperar. En un comunicado, el grupo prometió que la “guerra santa” continuaría y que el martirio de Nasrallah solo reforzaría su lucha en apoyo de Palestina. La retórica de resistencia inquebrantable se escuchó también en las calles de Teherán, donde cientos de manifestantes ondeaban banderas de Hezbollah y coreaban “Muerte a Israel” y “Muerte a Netanyahu”.

Mientras tanto, el sur de Beirut permanecía en ruinas. Las calles vacías, las familias desplazadas buscando refugio en playas, plazas públicas o en sus propios autos, y las carreteras abarrotadas de personas huyendo a pie con lo poco que pudieron cargar. El conflicto, que ha desplazado a más de 200,000 libaneses y decenas de miles de israelíes en las últimas semanas, se intensificaba.

Israel continuaba sus ataques, no solo contra Hezbollah, sino también en Cisjordania y el norte de Israel. El ejército israelí movilizaba brigadas adicionales en preparación para una posible invasión terrestre mientras Hezbollah respondía con más cohetes desde el sur de Líbano, sin mostrar signos de rendirse.

El asesinato de Nasrallah, más allá de ser un golpe simbólico, representa un hito en la escalada del conflicto en Oriente Medio. El Líbano y su gente, una vez más, quedan atrapados en medio de una guerra que parece no tener fin, mientras los líderes de ambos lados afilan sus discursos y preparan el siguiente asalto.

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