“Ya se va el dictador, ya se va”, coreaban los juzgadores afuera de San Lázaro, despidiendo a López Obrador
ESPECIAL
Era una mañana gris, cargada de una expectación inquieta que se sentía en cada rincón del recinto legislativo. Los ecos de la capital retumbaban desde antes del alba, cuando los trabajadores del Poder Judicial de la Federación se congregaron en las inmediaciones de San Lázaro, dispuestos a hacer sentir su descontento. Andrés Manuel López Obrador, el hombre que había sido durante seis años el epicentro de la política mexicana, se encontraba en sus últimos momentos como presidente. Sin embargo, su despedida no sería ni silenciosa ni serena.
El aire olía a una mezcla de pólvora emocional y el aroma agrio de una ciudad que jamás duerme. “¡Ya se va el dictador!”, coreaban los juzgadores, rostros duros, miradas cansadas pero determinadas, como si con cada grito buscaran arrancar algo de justicia, de ese sistema que sentían desgarrado por las reformas que López Obrador había impulsado. Desde las cinco de la mañana, se habían plantado frente al edificio, no importaba que la Guardia Nacional y la Secretaría de Seguridad Ciudadana resguardaran el lugar con su imponente presencia. Las vallas metálicas eran solo un telón, una barrera entre los que pedían a gritos que su voz fuera escuchada y aquellos que sostenían el peso del poder.
Pero, como en un guion cuidadosamente trazado, llegó la contrapartida. Cientos de morenistas, los fieles, los incondicionales, vinieron desde todos los rincones del país para despedir a su líder y vitorear a la nueva presidenta. Con pancartas, marmotas, y pequeñas figuras de López Obrador y Claudia Sheinbaum en las manos, sus rostros brillaban de emoción. Gritaban con fervor: “¡Obrador, mi amor!”, una réplica perfecta al cántico que condenaba al presidente. En las calles adyacentes, sus voces se mezclaban con las de los inconformes, creando una cacofonía que a ratos parecía una conversación y otras, una batalla ideológica.
Carlos Rocha, un trabajador del Consejo de la Judicatura Federal, relataba entre exhalaciones profundas cómo los elementos de seguridad los encapsularon mientras ellos seguían lanzando sus consignas al aire. Las calles se convirtieron en un laberinto de gritos y demandas, con los juzgadores extendiéndose como sombras determinadas por cada rincón que conducía al Palacio Legislativo. “¡Obrador traidor!”, se escuchaba por un lado. “¡Es un honor estar con Obrador!”, replicaba el otro bando. Era una danza de voces, cada una exigiendo ser la última palabra.
Y entre esa guerra de consignas, los morenistas también hacían sus declaraciones. “Venimos desde Tlaxcala para demostrar nuestro amor hacia el presidente”, decía Kevin, con el rostro enmarcado por el brillo de una devoción inquebrantable. Y Eulalia Mendoza Modesto, desde el Estado de México, no pudo contener las lágrimas: “Él siempre ha visto por la gente humilde”, confesaba, como si su llanto pudiera lavar las heridas del país.
Mientras tanto, en el otro bando, los juzgadores mantenían su lucha en pie, sabían que el cambio no vendría de inmediato, pero con Sheinbaum a punto de asumir el poder, todavía guardaban una pequeña chispa de esperanza. “Claudia tiene la oportunidad de decirle no a la corrupción”, clamaba Jorge, un abogado de Jalisco que, como muchos otros, deseaba que la justicia no fuera solo una palabra vacía.
Finalmente, el momento decisivo llegó. López Obrador, el hombre que había caminado sobre una cuerda tensa entre la admiración y el desprecio, cruzaba las puertas del recinto. “¡Te vamos a extrañar, cabecita de algodón!”, gritaban algunos, mientras otros respondían con un tajante: “¡Ya llegó el dictador!”. Pero el futuro ya estaba aquí, y ese futuro tenía nombre: Claudia Sheinbaum. En medio de vítores y rechazos, la nueva presidenta recibió un manto de expectativas, abrazada tanto por los que la apoyaban como por los que esperaban, quizás con una mueca de escepticismo, que fuera ella quien trajera el verdadero cambio.
Y así, mientras el polvo de los cánticos se asentaba lentamente en las calles, la historia seguía su curso, indiferente al ruido, tal vez incluso a la propia memoria de quienes estuvieron allí.