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ESPECIAL

Era una tarde gris, de esas en las que el cielo parece inclinarse sobre la tierra, pesado, abrumador. La Ciudad de México, como un gigante indiferente, seguía su rutina mientras, en el corazón de las protestas, los padres y madres de los 43 normalistas desaparecidos en Ayotzinapa se reunían una vez más. Los rostros cansados pero dignos, las manos apretadas en un gesto de resistencia, y la voz del vocero, firme pero dolida, retumbaba en las calles.

Frente al Antimonumento +43, símbolo de una herida que no cierra, los familiares lanzaron su reclamo al aire, un aire cargado de años de mentiras y silencios. La carta que Andrés Manuel López Obrador había hecho pública esa misma mañana, lejos de ser la llave que abriría la puerta a la verdad, era solo otro eco de las mismas palabras vacías. “Siete páginas que no traen nada nuevo”, decían. “Repite lo que ya sabemos, lo que ya ha dicho en sus reuniones, en sus mañaneras”.


 

El caso Ayotzinapa, enredado en las redes del poder, se había complicado más, según el presidente, porque quienes habían estado del lado de las víctimas —los abogados, las organizaciones de derechos humanos, los observadores internacionales— ahora eran, según la narrativa oficial, los que obstruían la justicia. Una acusación que dolía tanto como la falta de respuestas. Pero los padres y madres de los 43, esos que han aprendido a resistir, que han caminado con la frente en alto durante una década, no se doblegaban. La lucha seguía, y seguiría mientras la verdad siguiera siendo un espejismo que se desvanecía cada vez que intentaban alcanzarla.

El pase de lista se convirtió en un ritual solemne. Un recordatorio de que los 43 jóvenes, aquellos estudiantes de Ayotzinapa, seguían ausentes, pero no olvidados. Los nombres, pronunciados uno por uno, rompían el aire, rasgaban el silencio de la tarde. Y en cada nombre, en cada palabra, se reflejaba el dolor de diez años de incertidumbre.

Las consignas se pintaban en el suelo, en las banquetas y el camellón donde se levanta el Antimonumento. Era un acto de rebeldía pacífica, un recordatorio visual de una lucha que no termina. Los estudiantes de las Normales Rurales, esos que siguen los pasos de los 43, alzaban la voz, exigiendo lo que debería haber llegado hace mucho: justicia. Pero la justicia, en este país, tiene su propio tiempo, y no siempre corre al ritmo de quienes la necesitan.

El día anterior, cuentan los familiares, había sido un nuevo capítulo en la larga saga de decepciones. Personal de la Secretaría de Gobernación y de la Comisión para la Verdad los buscó, no para ofrecer respuestas, sino para hacerles firmar la recepción de esa misiva que hoy, fría y distante, estaba publicada en la página oficial. “Es lamentable”, decía el vocero, “un caso emblemático como este, a diez años, y no lo toman con seriedad”.

El viento soplaba, removiendo las hojas secas a sus pies, mientras la marcha avanzaba lentamente, un reflejo de la espera interminable que ha sido esta década para los padres y madres. Diez años, diez largos años desde aquella noche de terror en Iguala, Guerrero, y aún el Ejército sigue encubierto, las sombras siguen alargándose, y las respuestas siguen sin aparecer.

La tarde avanzaba, pero el tiempo parecía detenerse en cada rostro marcado por la desesperanza. Y sin embargo, ahí estaban. Resistiendo, exigiendo, con la mirada fija en ese horizonte que, algún día, quizás, traerá consigo la verdad.

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