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ESPECIAL

Donald Trump se dirigió a la multitud reunida en Savannah, Georgia, con el tipo de convicción que solo un hombre que ha visto el mundo en blanco y negro puede exhibir. Bajo el sol abrasador del sur, prometió hacer lo que pocos presidentes han hecho antes: traer de vuelta las fábricas, los trabajos, y con ellos, la gloria perdida de la industria estadounidense. Fue directo, sin rodeos. “Quiero que las compañías automotrices alemanas se conviertan en compañías automotrices estadounidenses. Quiero que construyan sus plantas aquí”, dijo, como si su voz pudiera cambiar la dirección de los vientos económicos que han soplado durante décadas.

La idea de Trump era sencilla, casi primitiva: imponer aranceles del 100% a los automóviles importados desde México. ¿El objetivo? Forzar a las compañías a fabricar en suelo estadounidense. Una estrategia que evocaba otra era, un tiempo en que el acero resonaba en cada rincón de las ciudades industriales y el humo de las fábricas era el símbolo de una economía próspera. Pero esos días estaban muy lejos, y aunque las palabras de Trump retumbaban con el mismo poder de antaño, no ofrecían detalles concretos sobre cómo funcionaría todo en la realidad.


 

Para Trump, los aranceles son la llave que desbloqueará la grandeza de nuevo. No importaba que muchos economistas advirtieran sobre los costos adicionales que recaerían en los consumidores estadounidenses, quienes serían los verdaderos pagadores de la factura. A Trump poco le importaban esos detalles. Lo que le importaba era la visión de un Estados Unidos que volvía a ponerse en pie, que volvía a producir, a construir, a ser fuerte.

El expresidente, sin embargo, parecía ignorar un hecho: las automotrices alemanas ya tienen grandes fábricas en Estados Unidos. BMW tiene una planta gigantesca en Carolina del Sur, donde emplea a más de 11,000 personas. Mercedes y Volkswagen también tienen operaciones sustanciales en el país. Para muchos, sus palabras parecían fuera de lugar, una promesa más grandiosa que realista.

Pero Trump no se detenía ante esos detalles. Hablaba de una “nueva industrialización estadounidense” como si con solo pronunciar las palabras, millones de empleos pudieran surgir de la nada. Y no solo eso, prometía reducir el impuesto corporativo al 15% para las empresas que fabricaran en el país. Era un movimiento que contrastaba directamente con los planes de su oponente, Kamala Harris, quien buscaba aumentar esa tasa.

Mientras Trump hablaba, con el viento caliente de Georgia azotando el escenario, parecía casi palpable la nostalgia por una América que ya no existe. “Estamos poniendo a Estados Unidos primero”, dijo, y la multitud lo vitoreó. La idea era clara: menos regulaciones, menos impuestos, más fábricas. Pero las preguntas sobre los detalles, sobre cómo realmente se llevarían a cabo esas promesas, flotaban en el aire.

Trump no ofreció respuestas concretas sobre cómo atraería a los fabricantes extranjeros ni cómo lidiaría con las complejidades del comercio global. Había mencionado la creación de un puesto de embajador especial para convencer a las compañías extranjeras de trasladar sus operaciones a Estados Unidos, pero sus promesas anteriores, como la inversión fallida de Foxconn en Wisconsin, habían dejado cicatrices.

Las promesas de Trump eran grandes, tanto como las ausencias. El gobernador de Georgia, Brian Kemp, un aliado que alguna vez fue reacio, no estuvo presente en el evento, lo que dejaba entrever fisuras en las alianzas políticas que podrían influir en las elecciones venideras. Trump, sin embargo, parecía imperturbable. Siguió adelante, proyectando su visión de un país que recobraba su fuerza a través de la industria, ignorando las advertencias de los expertos y las complejidades del mundo moderno.

Savannah escuchaba, bajo un cielo que parecía más azul que de costumbre, y las palabras de Trump, aunque pesadas, resonaban como un eco de tiempos pasados. Un eco que, para muchos, parecía más esperanza que realidad.

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