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ESPECIAL

La manta apareció colgada en silencio, sin testigos ni nombres, sobre la Avenida Álvaro Obregón. Sus palabras, escritas en letras negras sobre tela blanca, lanzaban una acusación tan pesada como el calor que asfixiaba la ciudad de Culiacán: señalaban a la Guardia Nacional y al Ejército de estar detrás de las privaciones ilegales de la libertad que, en las últimas dos semanas, habían crecido como una sombra espesa en las calles de Sinaloa. El conflicto entre los Chapitos y los Mayitos no solo había transformado la ciudad en un campo de batalla invisible, sino que había desatado una marea de desapariciones. Más de 80 en tan solo 15 días.

Era el puente Hidalgo, ese que atraviesa la avenida principal de Culiacán como una cicatriz, el escenario de la acusación. El mensaje iba dirigido a dos generales: Porfirio Fuentes Vélez, comandante de la Novena Zona Militar, y Héctor Jiménez Aldana, coordinador de la Guardia Nacional en el estado. Los nombres eran explícitos. No dejaban espacio para dudas. Y la acusación tampoco: nueve patrullas de la Guardia Nacional y dos de la Sedena, sus números de identificación cubiertos, se dedicaban, decía la manta, a desaparecer personas de sus casas. Gente que, una vez llevada, no volvía jamás.


 

El gobernador Rubén Rocha Moya, al ser cuestionado sobre la aparición de la manta, parecía desarmado ante la situación. “No sabemos el origen, solo lo podemos suponer”, dijo, su voz llena de una resignación que resonaba en las paredes de los despachos oficiales. “Es hechura de la delincuencia”, agregó, como si eso bastara para barrer la inquietud bajo la alfombra de la política.

Mientras tanto, los números seguían subiendo. Los colectivos de búsqueda contaban ya 101 desapariciones forzadas hasta el martes 24, aunque las autoridades se resistían a aceptar la magnitud. Ellos sostenían que las cifras no superaban las 80. Pero las fichas de los desaparecidos, con sus rostros congelados en el tiempo, decían otra cosa. En su mayoría eran jóvenes, atrapados en la red invisible de una guerra que no había dado tregua en 16 días.

Ese miércoles, dos cuerpos más fueron encontrados al sur de la ciudad, en el sector de El Ranchito. Sin nombres, sin historias, solo cifras en la macabra contabilidad de un conflicto que parecía no tener fin. La Fiscalía de Sinaloa, en su reporte de la jornada anterior, había sumado 13 “levantones” más. Trece vidas desaparecidas en una sola tarde. Y con eso, el recuento sombrío de la violencia en Sinaloa llegaba a más de 90 asesinatos en poco más de dos semanas. Como si la muerte, en este rincón del mundo, hubiera encontrado un hogar estable.

La ciudad seguía latiendo en silencio, como siempre, bajo un cielo que se iba cerrando, cada día, un poco más.

 

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