La banalización de la política
El ideal de la deliberación pública es la base sobre la que debe funcionar la competencia democrática. El intercambio de opiniones e ideas, el contraste de proyectos, los debates entre aspirantes son indispensables para que tomemos opciones racionales de cara a los periódicos encuentros que los ciudadanos tenemos con las urnas.
Para elegir a quienes nos representarán o tendrán en sus manos el destino de una entidad o del país es fundamental estar informado y quien debe facilitarnos de manera primaria el acceso a la información sobre sus postulados, sus programas de gobierno o sus plataformas son los partidos políticos, desde luego, en el momento previsto por la ley en épocas electorales, pero sin duda son los candidatos o quienes aspiran a serlo quienes nos deben convocar, conmover, seducir o invitar a seguirlos y a brindarles nuestra confianza.
En menos de un año la ciudadanía irá a las urnas para elegir de entre una variada gama de opciones a las mujeres y hombres que habrán de ser nuestros representantes en el Congreso de la Unión, en el del Estado y obviamente en la presidencia de México y en la gubernatura de Veracruz.
Y en tiempos como los que vivimos, de polarización, enconos y de sucesiones adelantadas, las y los aguerridos combatientes de la política buscan convencernos de las bondades de sus propósitos y de su capacidad para servir eficazmente a los intereses y preocupaciones colectivas.
Sean los aspirantes del partido en el poder como los que buscan la nominación en el frente opositor, la lucha por conquistar las simpatías de la gente, más allá del voto duro de las organizaciones políticas, está ya desatada.
Los vemos en los cientos o miles de espectaculares a lo largo y ancho del país, en bardas, lonas o en cualquier espacio disponible, igual como los observamos en espacios noticiosos y en las redes sociales. O son vistos por cientos de personas movilizadas para asistir a sus eventos de proselitismo y llenar auditorios o espacios públicos, en esa suerte de competencia para la foto de plazas llenas que no necesariamente se convierten en votos, como lo sabemos.
En cada uno de nosotros está el creer o no en sus ofertas, movidos por el conocimiento que podamos tener sobre ellos, las plataformas electorales que dicen defender, o el historial y la práctica de gobierno de los partidos a los que pertenecen.
Sin embargo, en un contexto democrático, el discurso político que da forma a los mensajes de las y los suspirantes debe estar estrechamente vinculado a su capacidad de guiar y persuadir al electorado, convenciéndolo de que la propia posición frente a los temas de debate público y político es mejor que la de los contendientes. En este sentido, ello tendría como premisa básica, el diálogo.
Sin embargo, es una realidad que en los discursos que escuchamos hasta ahora predomina el monólogo y todo el peso de esa tarea persuasiva se queda en la utilización de la imagen. Lo que queda es una sucesión de spots, espectaculares y mensajes que no ofrecen otra cosa que frases pretendidamente ingeniosas, o caritas sonrientes que saturan el paisaje rural y urbano, e inundan las redes sociales y las frecuencias de radio y televisión.
Caritas sonrientes y frases trilladas, sea la repetición del discurso lopezobradorista o, ahora que ya calienta motores la oposición, con los dichos y ocurrencias de la senadora Xóchitl Gálvez en respuesta al discurso del presidente, o en lo local con títulos de libros, frases de portadas de revista y otras trivialidades que sirven a quienes las promueven para ser medianamente conocidos de cara a los sondeos de opinión que definirán candidaturas.
Conjunto de expresiones y mensajes que no nos dicen nada de la capacidad real para gobernar de quienes aspiran a hacerlo a nivel federal o local y que en muy poco nos ayudan a decidir.
De esta todo se reduce a un simple truco psicológico o publicitario ante el cual el público se ve como una víctima pasiva y convierte a la racionalización del mensaje u oferta del candidato en una tarea para iniciados que logren desentrañar –si lo hay- el mensaje que pretenden dar los candidatos.
Esta ausencia de diálogo, de proyectos y ofertas coherentes, no constituye una cuestión menor y debería considerarse como un serio llamado de atención. Debate, propuesta y defensa de argumentos caracterizan y son requisito de las instituciones y procesos que denominamos democráticos. La dialéctica –o arte de disputar- y la retórica –o arte de componer discursos- son elementos consustanciales al ejercicio de la política y representan herramientas imprescindibles a los fines de la persuasión y la formación de consenso.
El debate público tiene una indiscutible utilidad a los fines de la confrontación de los intereses opuestos y para forjar una ciudadanía activa en los procesos de deliberación pública.
No obstante, en un escenario en el que la imagen se antepone al mensaje, en el momento de formar un juicio u opinión el ciudadano tenderá de manera natural a utilizar aquella información que resulte más accesible o disponible para su memoria; aquella que implica menores esfuerzos de pensamiento y recuperación. He ahí el éxito de las modernas formas de hacer política y de organizar y conducir las campañas políticas, aunque vayan en detrimento de la calidad de nuestra vapuleada democracia.
Cuando no se confrontan puntos de vista y propuestas, ni se exponen proyectos e ideas, el silencio se impone ante la presunta eficacia de una imagen y se echa por la borda el objetivo que debe mover a los partidos y aspirantes a candidatos de establecer un debate público vigoroso.
Cuando la propaganda cede su espacio a la publicidad, a las caritas sonrientes, a los videos para mostrar los baños de pueblo y los ingeniosos memes, es cuando constatamos la pobreza de nuestra competencia democrática y es cuando queda puesta la mesa para elegir a ciegas, movidos solo por pulsiones de amor/odio alimentadas por el discurso polarizador, o por la expectativa de recibir dádivas. Así de pobre se vislumbra el panorama.
Es la banalización total de la política.