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ESPECIAL

Culiacán, Sin.– La noche había descendido con su acostumbrada densidad sobre la carretera México-Nogales. A la altura de la comunidad de El Espinal, una camioneta solitaria cruzaba las líneas apenas visibles del asfalto, aunque a esa hora nadie sabía que el delegado de la Unión Regional Ganadera, Ramón Alberto Velázquez Ontiveros, yacía ya sin vida a un costado de ese tramo de carretera. Su cuerpo, hallado inerte, daba testimonio de una violencia inusitada: marcas de tortura y disparos mortales lo cubrían. Cerca de él, una cartulina con un mensaje enmudecía a los curiosos y desvelaba el eco de un aviso siniestro.

Ramón Alberto era un hombre conocido en las tierras de Culiacán, un veterano de la ganadería y, según decían, uno de los líderes más respetados del sector agropecuario. La noticia de su secuestro fue rápida como el rumor de una tormenta. Los primeros informes señalaban que había sido interceptado en Higueras de Abuya mientras manejaba su camioneta. Un grupo de hombres armados lo detuvo y, sin miramientos, lo privaron de su libertad, llevándolo a un destino que, en cuestión de horas, se tornaría mortal.


 

Las autoridades de la Fiscalía General del Estado llegaron al lugar como si de un ritual sombrío se tratara, recogiendo las evidencias que la violencia había dejado detrás: las huellas de un acto planificado, brutal y sin piedad. No era el primer caso. Apenas unas semanas antes, el 30 de septiembre, otro líder de la Unión Ganadera, Faustino Hernández Álvarez, junto con su secretario particular, fue abatido a tiros en las calles de Culiacán. La escena de entonces no era diferente: un hombre interceptado, disparos automáticos resonando en la madrugada y una vida arrancada en las fracciones de un instante.

En estos actos, el sonido del gatillo cobra una siniestra cadencia en Sinaloa, donde el eco de la violencia sigue envolviendo a quienes intentan transitar su vida en el sector agropecuario.

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